Carlos Santana Cuenca.

Carlos es un pequeño de 9 años con Síndrome de Down, al igual que todos los demás chicos con Síndrome de Down destacados que he ido publicando (y en general todos los chicos y chicas con SD) tiene una historia que contar, esta historia apareció publicada en el diario de Navarra (España) hace un par de días. Les comparto la historia…

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La vida de Carlos y el síndrome de Down
– Cada año nacen en Navarra entre 3 y 8 niños con síndrome de Down, una realidad que cambia para siempre su vida y la de sus padres, hermanos, compañeros de clase y amigos. El 12 de agosto de 2000 le tocó el turno a Carlos Santana Cuenca.

SI Carlos tuviera que escribir este reportaje le costaría mucho porque no está en Deportes, su sección favorita. Pero suspiraría, apretaría la boca y se pondría manos a la obra. Firmaría un texto alegre, espontáneo, natural e incluso algo burlón. Más o menos como es él. Un niño feliz de 8 años. Pero no lo escribe, sino que lo protagoniza.

Porque nació con dos características que le distinguen y han marcado su vida y la de los que le rodean: una sonrisa contagiosa y el síndrome de Down.

Ni ver la película «Yo, también», que retrata de la mano de Pablo Pineda esta realidad ni pasar unas horas junto a Carlos y su familia son suficientes para comprender lo que esto significa, pero contribuyen a hacerse una idea. No todo son juegos, besos y sonrisas felices. Hubo, hay y habrá momentos muy duros. Como cuando sus padres, Pedro Mari Santana Arriazu y Maite Cuenca Aguas, de 42 años, escucharon por primera vez que su hijo recién nacido no era como ellos esperaban. «Fue un mazazo», asentían esta pasada semana casi al unísono en su domicilio de Burlada. Novios desde el instituto y padres asimismo de Beatriz, de 16 años, este trabajador de FCC y esta propietaria de un establecimiento de golosinas, rememoraban así cómo su segundo hijo les cambió radicalmente la vida. «Recuerdo que al escuchar al médico me quedé paralizada. En un segundo se te desmontan todos los castillos que te habías hecho. Son cosas que sabes que pueden pasar, pero que siempre piensas que les ocurren a otros».

La confirmación médica de que Carlos tenía síndrome de Down tardó poco en llegar, aunque a su madre nadie tenía que hablarle de una realidad que ya había aceptado. «Desde la primera vez que miré a mi hijo a la cara, lo supe. Tuve miedo del futuro, pero a la vez unas ganas muy poderosas de protegerle». En un primer momento, trataron de paliar su desconocimiento. «Sólo te calma ponerte a buscar información como un loco. Ver qué tiene exactamente tu hijo, cómo le afecta, qué puedes hacer para ayudarle», relata su padre. Y después llega el turno de contarlo. «De eso tenemos muy buena experiencia. La gente cercana de nuestro entorno respondió muy bien y nos dio muchísimo cariño». Falta apenas un cuarto de hora para que Carlos salga del colegio, por lo que el relato ha de interrumpirse por ahora. Ha llegado la hora de conocer al pequeño-gran protagonista.

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Un esfuerzo constante

Marian Manzano, tutora de 2º A en el colegio de Jesuitinas, en el barrio de la Chantrea, se esfuerza por conseguir algo de silencio. «Atentos, por favor. A ver, Carlos, lee despacio y grita, para que te oigan todos». Ubicando la línea exacta con el dedo, Carlos, menudo, rubio y encantado de que le fotografíen mientras lee, eleva la voz. Su madre explica que, a sus 9 años, debería ir a 3º, pero que el ritmo de aprendizaje de un niño con síndrome de Down no es igual al de otros niños, sino que exige un esfuerzo extra constante. «Imagínate que vives en un mundo de superdotados en el que por mucho que te esfuerces, nunca vas a estar a la altura. Nunca». Sin embargo, sentado entre sus compañeros, Carlos parece no sufrir por esa realidad. Aún. «Todavía no es consciente. Le cuesta aceptar que por las tardes, cuando el resto de niños se queda jugando en el patio, él tiene que ir a refuerzo de lectoescritura, de logopedia, de psicomotricidad… Pero va. Y respecto al resto de niños, pues es ahora cuando empieza a decirme: mamá, éste me mira raro. Todavía es demasiado pequeño para saber por qué».

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En vez de eso, la mayor tragedia con la que Carlos se pelea durante esa tarde es que la merienda no es bocata de jamón, sino de chorizo. «Me gusta mucho más el jamón», asegura, muy serio. Va sentado detrás de su madre en el coche. De reojo, vigila que todos los cinturones de seguridad estén correctamente abrochados. Una vez confirmado este aspecto, repasa uno a uno todos los escudos de los clubes de Primera División que aparecen en la portada de su álbum de cromos. «Yo soy de Osasuna y del Barça». En unos minutos, congenia con el fotógrafo. «Iván, ¿luego jugarás conmigo al Fifa en la Play». Su madre suspira. «Le encanta». Una vez en casa, saluda a su hermana, que trata de estudiar. «Suele ser normal que nos peleemos por el mando de la tele . Él siempre quiere ver los deportes», se queja Beatriz. «Es un terremoto, todos los días llega lleno de vitalidad», cuenta.

La relación entre los hermanos parece entrañable, admite su madre, y Beatriz convive hoy con naturalidad con un hermano de síndrome de Down. «Cuando nació Carlos, ella tenía 8 años. Me ha visto llorar y no entendía qué pasaba, aunque supongo que las circunstancias le han acabado haciendo madurar más deprisa». En una ocasión, Beatriz le preguntó a su madre si, en caso de que existiera, le pondría a Carlos una vacuna que lo curase. «En aquel momento le respondí que sí. Ahora he cambiado de opinión. Dejaría que, cuando fuera mayor, fuera él quien decidiera».

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Depende del día, pero después de la merienda, toca judo, lectoescritura, catequesis de Primera Comunión o teatro. El día del reportaje era el turno de la lectoescritura. «No quiero ir, mamá», se queja Carlos. «Pues no habrá Play Station luego». Carlos tuerce el morro y echa a correr. La Asociación Navarra de Síndrome Down programa todas las tardes actividades de refuerzo para estos escolares. «Suponen un apoyo importantísimo para nosotros y, además, aquí hemos hecho grandes amistades». Marcos, por ejemplo, es uno de esos vínculos. Tímido, desde detrás de sus gafas, mira a Carlos en la entrada de la asociación. Ellos dos y los padres de ambos son, desde este año, nuevos socios de Osasuna.

Son ya cerca de las siete y media de la tarde cuando vuelve de nuevo a casa. El cansancio va haciendo mella en el niño, aunque unas partidas a la Play Station y una cena con alitas de pollo todavía consiguen animarle un rato. «Acaba rendido. Para las 9 de la noche suele estar ya durmiendo».

Entonces, sus padres retoman la conversación iniciada a primera hora de la tarde. «No queremos que nadie piense que hemos accedido a protagonizar este reportaje para despertar lástima. Ni mucho menos. Carlos nos hace muy felices, inmensamente felices. Pero sí es justo que se reconozca que es una realidad díficil». Saben, además, que no ha hecho más que empezar. «¿La adolescencia? No tenemos tiempo de pensarlo. Vivimos el día a día». Son las reflexiones propias de cualquier madre. «Puestos a pedir, que sea autónomo, que pueda trabajar… Asumo que se va a enamorar. Querría que tuviera una vida plena en todos sus sentidos: emocional, sexual, laboral, etc. En sus primeros meses de vida de Carlos, lo miraba y me mataban cosas como pensar que nunca fuera a poder conducir. Ahora , al lado de que sea feliz, el resto me parece una tontería mayúscula».

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